viernes, 15 de mayo de 2015

El Rey de los Cabrones (Cuento)

José Montt miró a la mujer sentada  en la barra del hotel donde se hospedaba. Ella era joven y muy atractiva. La había visto la noche de su llegada  y pensó en hablarle,  pero ella de pronto desapareció. Este era el momento,  era la oportunidad.  Vio el reflejo de su imagen en la puerta vidriada,  sonrió  y  se puso de pie. José Montt era un hombre de mediana estatura,  de tez clara y ojos verdes. Podría ser un rostro común, pero las tres estrellas tatuadas en su cuello, debajo de la oreja izquierda,  daban cuenta de su singularidad.

Caminando con la tranquilidad que otorga la experiencia,  se acercó a la mujer, la saludó   y ésta le respondió con una impecable sonrisa. Cada uno de los movimientos de aquella mujer estaba estudiado, repasado y perfeccionado.  La sonrisa, el  peinado, las piernas cruzadas, el saludo tocando suavemente el brazo de José Montt y deslizando su  mano hasta quitarla llevándola luego al  pecho apenas cubierto y  su voz,  profunda y  cálida.

Todo parecía brillar para José Montt. Acababa de salir de la cárcel  donde había pasado casi 20 años condenado por el asesinato de Julián Lagarde y su mujer.  Nadie iba a delatar a José Montt y seguir vivo. Eso no se le hacía al Rey de los Cabrones
.
Respirando libertad, con más dinero en los bolsillos que el mismísimo Pinoletti y ahora, conversando con una bella mujer… la vida le sonreía.  Eso pensó, cuando   ella aceptó subir a su habitación  para seguir la charla y tal vez,  cenar algo especial.  La tomó por la cintura y al contacto de su mano con las pronunciadas curvas de la mujer una serie de  imágenes encendidas se apoderaron de su mente.  Pensaba en todo lo que haría con ese cuero.  Sonrió y el barman le guiñó un  ojo.   La mujer caminó hacia el ascensor moviendo su larga cabellera de lado a lado, como una oscura serpiente.

Esa fue la última vez que a José Montt se le vio con vida. Al día siguiente, la empleada del hotel,  golpeó una vez y esperó. Luego abrió la puerta, molesta porque eran las dos de la tarde y  debía asear la habitación y lo encontró muerto  sobre la cama. Alguien le había disparado justo en la nuca y en sus ojos abiertos se  podía observar una mirada de terror.

Lo último que José Montt escuchó al  oído fue la voz de su ocasional amante diciendo:

·         Esto es por Julián  Lagarde y su mujer… Por mis padres ¡pedazo de mierda!

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