José Montt miró a la mujer sentada en la barra del hotel donde se hospedaba.
Ella era joven y muy atractiva. La había visto la noche de su llegada y pensó en hablarle, pero ella de pronto desapareció. Este era el
momento, era la oportunidad. Vio el reflejo de su imagen en la puerta
vidriada, sonrió y se
puso de pie. José Montt era un hombre de mediana estatura, de tez clara y ojos verdes. Podría ser un
rostro común, pero las tres estrellas tatuadas en su cuello, debajo de la oreja
izquierda, daban cuenta de su
singularidad.
Caminando con la tranquilidad que otorga la experiencia, se acercó a la mujer, la saludó y ésta le respondió con una impecable sonrisa.
Cada uno de los movimientos de aquella mujer estaba estudiado, repasado y perfeccionado.
La sonrisa, el peinado, las piernas cruzadas, el saludo
tocando suavemente el brazo de José Montt y deslizando su mano hasta quitarla llevándola luego al pecho apenas cubierto y su voz, profunda y cálida.
Todo parecía brillar para José Montt. Acababa de salir de la
cárcel donde había pasado casi 20 años
condenado por el asesinato de Julián Lagarde y su mujer. Nadie iba a delatar a José Montt y seguir
vivo. Eso no se le hacía al Rey de los Cabrones
.
Respirando libertad, con más dinero en los bolsillos que el
mismísimo Pinoletti y ahora, conversando con una bella mujer… la vida le
sonreía. Eso pensó, cuando ella aceptó subir a su habitación para seguir la charla y tal vez, cenar algo especial. La tomó por la cintura y al contacto de su
mano con las pronunciadas curvas de la mujer una serie de imágenes encendidas se apoderaron de su
mente. Pensaba en todo lo que haría con
ese cuero. Sonrió y el barman le guiñó
un ojo. La mujer caminó hacia el ascensor moviendo su
larga cabellera de lado a lado, como una oscura serpiente.
Esa fue la última vez que a José Montt se le vio con vida. Al
día siguiente, la empleada del hotel, golpeó una vez y esperó. Luego abrió la
puerta, molesta porque eran las dos de la tarde y debía asear la habitación y lo encontró
muerto sobre la cama. Alguien le había
disparado justo en la nuca y en sus ojos abiertos se podía observar una mirada de terror.
Lo último que José Montt escuchó al oído fue la voz de su ocasional amante
diciendo:
·
Esto
es por Julián Lagarde y su mujer… Por mis padres ¡pedazo de mierda!
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