domingo, 8 de octubre de 2017

La Chinchorra (cuento)

Awquina pasó la tarde esperando  que la jaula de junquillo  se llenara de peces. Al menos uno.  Un pez bueno.  Un gran pez. Necesitaba   sus  escamas y su piel.   Las escamas para adornar los ojos de su hermano  y la piel para atar con firmeza sus   débiles piernas.  Así podría  viajar    hacia las tierras definitivas cruzando el laberinto de la noche  eterna.  Las escamas eran su regalo.  Las escamas iluminarían su camino y su  hermano no se sentiría tan solo.  Pero la tarde avanzaba y en la jaula no había un solo pez. Tal vez debía intentar desde   los  roqueríos con el arpón. Ese era un desafío. Ella  era una tejedora. Tejía cestas, prendas para adornar el cuerpo, jaulas para peces. De vez en cuando encontraba buenas púas de cactáceas y las guardaba para su hermano  que fabricaba anzuelos y  arpones.   
Atrás había quedado el tiempo en que su hermano  nadaba  en el océano  como un enorme pez. Con sus manos grandes  y sus pies grandes avanzaba más rápido que todos en la aldea. Los grandes nadadores traían buen alimento para la comunidad.  Por eso, cuando fue la hora del  fin de sus fuerzas, entre todos prepararon  su cuerpo para el viaje.  Era la costumbre, pero el gran nadador recibiría regalos para que en la tierra definitiva, fuese valorado como era justo.
Los hombres y mujeres de la comunidad conocían las señales de  cada uno. Las señales que decían que era la hora de dejar el espacio exterior, el de la materia e iniciar el viaje interior. Un viaje solitario y misterioso.  Sabían aquello  porque era el único lugar hacia donde podrían  haber  partido. Sus cuerpos  estaban allí.  Algunas veces, habían esperado   a que volvieran. También hubo un tiempo en que buscaron con desesperación dentro de los cuerpos,  el impulso de la vida. Buscaron el camino hacia el interior.  
La comunidad había  pasado muchos períodos de luna llena reflexionando acerca del mejor modo de  favorecer el  viaje definitivo. Algunas veces  tenían la esperanza de que el viajero quisiera regresar  y  dejaban sus ojos abiertos para que entrara  la luz y ellos,  desde el fondo del ser,  al verla  sintieran alegría al saber que los  esperaban al otro lado, en  la luz.  También dejaban  la boca  en posición por si de pronto necesitaran espacio para la voz.  Decir algo,  pedir ayuda para sí mismos, cualquier cosa.
Comprendían que la vida era también parte de ese viaje. Emergían desde un cuerpo y  partían hacia el interior de sus propios cuerpos. Iban y venían. La vida y la muerte eran un solo  viaje. Un misterioso  viaje. Observaban los últimos minutos de la vida y sabían que el aire era parte de la vida y de la muerte.  Cada niño y cada niña al nacer abrían la boca para atrapar  con fuerza la primera bocanada de aire con la que  iniciaban el viaje en este lado, el lado  de la luz. La  luz, la energía  del sol,  eran parte de la fuerza de la vida.
La partida, en  cambio,  estaba marcada por la ausencia  del aire. Ya no circulaba. No había más ir y venir desde el interior y hacia el exterior y al contrario. La luz abandonaba los ojos.         Y ellos  los  cubrían de ungüentos especiales para sostener y  dar firmeza a la materia, esperando que el viajero  quisiera ocupar ese  cuerpo  una  vez más.
¾     ¡Awquina!

Era  su hermoso compañero. Ella emergió sonriente desde los roqueríos huyendo de una ola  gigantesca, pero con un gran pez   ensartado en el arpón. Podría haber dicho que el aire de su hermano la  inspiró por un instante y ella pudo atrapar el pez.

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