Awquina pasó la
tarde esperando que la jaula de junquillo
se llenara de peces. Al menos uno. Un pez bueno. Un gran pez. Necesitaba sus
escamas y su piel. Las escamas
para adornar los ojos de su hermano y la
piel para atar con firmeza
sus débiles piernas. Así podría
viajar hacia las tierras
definitivas cruzando el laberinto de la noche
eterna. Las escamas eran su
regalo. Las escamas iluminarían su
camino y su hermano no se sentiría tan
solo. Pero la tarde avanzaba y en la
jaula no había un solo pez. Tal vez debía intentar desde los
roqueríos con el arpón. Ese era un desafío. Ella era una tejedora. Tejía cestas, prendas para
adornar el cuerpo, jaulas para peces. De vez en cuando encontraba buenas púas
de cactáceas y las guardaba para su hermano
que fabricaba anzuelos y
arpones.
Atrás había
quedado el tiempo en que su hermano
nadaba en el océano como un enorme pez. Con sus manos grandes y sus pies grandes avanzaba más rápido que
todos en la aldea. Los grandes nadadores traían buen alimento para la
comunidad. Por eso, cuando fue la hora
del fin de sus fuerzas, entre todos
prepararon su cuerpo para el viaje. Era la costumbre, pero el gran nadador recibiría
regalos para que en la tierra definitiva, fuese valorado como era justo.
Los hombres y
mujeres de la comunidad conocían las señales de
cada uno. Las señales que decían que era la hora de dejar el espacio
exterior, el de la materia e iniciar el viaje interior. Un viaje solitario y
misterioso. Sabían aquello porque era el único lugar hacia donde
podrían haber partido. Sus cuerpos estaban allí.
Algunas veces, habían esperado a
que volvieran. También hubo un tiempo en que buscaron con desesperación dentro
de los cuerpos, el impulso de la vida.
Buscaron el camino hacia el interior.
La comunidad
había pasado muchos períodos de luna
llena reflexionando acerca del mejor modo de
favorecer el viaje definitivo.
Algunas veces tenían la esperanza de que
el viajero quisiera regresar y dejaban sus ojos abiertos para que
entrara la luz y ellos, desde el fondo del ser, al verla
sintieran alegría al saber que los
esperaban al otro lado, en la
luz. También dejaban la boca
en posición por si de pronto necesitaran espacio para la voz. Decir algo,
pedir ayuda para sí mismos, cualquier cosa.
Comprendían que
la vida era también parte de ese viaje. Emergían desde un cuerpo y partían hacia el interior de sus propios
cuerpos. Iban y venían. La vida y la muerte eran un solo viaje. Un misterioso viaje. Observaban los últimos minutos de la
vida y sabían que el aire era parte de la vida y de la muerte. Cada niño y cada niña al nacer abrían la boca
para atrapar con fuerza la primera
bocanada de aire con la que iniciaban el
viaje en este lado, el lado de la luz.
La luz, la energía del sol,
eran parte de la fuerza de la vida.
La partida,
en cambio, estaba marcada por la ausencia del aire. Ya no circulaba. No había más ir y
venir desde el interior y hacia el exterior y al contrario. La luz abandonaba
los ojos. Y ellos los
cubrían de ungüentos especiales para sostener y dar firmeza a la materia, esperando que el viajero quisiera ocupar ese cuerpo
una vez más.
¾
¡Awquina!
Era su hermoso compañero. Ella emergió sonriente
desde los roqueríos huyendo de una ola
gigantesca, pero con un gran pez
ensartado en el arpón. Podría haber dicho que el aire de su hermano
la inspiró por un instante y ella pudo
atrapar el pez.
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